El reloj nuevo de Homs. /Laila Muharam |
“Yo perdí a un hermano. Hace años se lo llevaron las fuerzas de seguridad y desde entonces no sabemos nada”, me confesó Lana (nombre ficticio, como todos) mi último día en Homs. Antes de salir hacia el aeropuerto de Damasco, la directora de mi escuela de idiomas me regaló un libro sobre la historia de Palestina en imágenes. La nota que me dedicó decía: “Volveremos a vernos, si Dios quiere”.
Aquella confesión contrastaba radicalmente con la imagen
mental que me había fabricado. Cuando la conocí sentada detrás del enorme
escritorio que presidía la sala de recepción, recuerdo haberme fijado en el
retrato de Bashar al Assad sobre su cabeza. Confundí ambas imágenes en una
sola, tal y como pretendía la propaganda del régimen. Sólo entonces comprendí
la rabia que debió sentir Lana al entrar en su despacho todos estos años y ver
la cara del culpable de la desaparición de su ser más querido colgado en la
pared.
Homs era un pozo sin fondo y un hervidero de sueños. Suele
olvidarse que antes de que se convirtiera en la capital de la revolución, sus
gentes sobrevivían a las infamias diarias. Nimiedades comparado con la dureza
de esta lucha en la que ahora se desangra, pero que integrados en su contexto,
se vuelven testimonios reveladores sobre su capacidad de sufrimiento.
La mezquita de Khaled Ibn Al-Walid /Laila Muharram |
También se presentó mi primo Ibra en casa para decirme
adiós. Durante los últimos meses, me había invitado a comer a su casa una vez a
la semana. Como si todos quisieran compartir conmigo un último secreto, me dijo
con la mirada perdida: “Si no hubiera pasado 15 años en la cárcel por algo que
no hice, ahora podría ser médico o ingeniero. Era muy inteligente con tu edad.”
Pensé en su pequeño negocio que había heredado de su padre. También en lo que
podría haber sido si el estado de emergencia no hubiera existido jamás.
Niños celebrando el Eid al Adja en 2010 / Laila Muharram |
La vida continuaba aunque pareciera que todo se detenía.
En los vídeos que emitía alyazeera, los manifestantes de Deraa gritaban “el
pueblo quiere la caída del régimen”. Sólo era el germen de las protestas.
Recuerdo haber visto a Ibra gritando “Revolution, revolution” mirando la tele
con la esperanza en los ojos. También la presencia de su mujer en el marco de
la puerta moviendo la cabeza en señal de desaprobación. “Ahora debes pensar en
tus hijos”, decía.
Por último, se presentaron mis primos segundos. -“¿Qué tal estás
conspirador?”- “Yo bien. ¿Y tu salafí?”- Así se saludaban entre ellos aquel día
tan amargo. Bromeaban sobre su condición y sobre las mentiras que escupía la
televisión siria sobre ellos. Se sentían privilegiados por estar viviendo todo
aquello. Muchos que se habían marchado al extranjero para trabajar no podían
decir lo mismo. Allí sólo había oportunidad para unos pocos y los demás debían
emigrar a los países del golfo para subsistir. Miles de sirios, una generación
entera de jóvenes esperanzados, creían que todo eso iba a cambiar pronto. Hoy
están muertos. Pero esa historia ya la conocéis.
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