04 septiembre 2013

Exiliados sirios en Ammán: reacios a la intervención

Un exiliado sirio contempla las noticias en pleno centro de Ammán. (L.M.)

La necesidad estrecha las diferencias que no permite la violencia sobre el terreno 

“¿Quién recibirá dinero por este derramamiento de sangre?” exclama un jordano mientras mira las noticias sobre la posible intervención. Un asentimiento parece recorrer la mirada de todos los presentes en una cafetería de Ammán. “Cambia de canal, Al yazeera kazeb (Al Jazeera miente). No van a atacar porque tienen miedo de Bashar”, protesta un refugiado sirio.

Después de dos años y medio de violencia, los refugiados sirios en Jordania como Abu Suleiman desearían que todo volviera a ser como antes. “Yo vivía muy bien en Damasco. Tenía mi negocio y vivía cómodamente, una vida tranquila con mi mujer y mis hijos. Una bomba destruyó el trabajo de toda una vida. Por culpa de los salafíes he tenido que abandonar mi país”, se lamenta con su gorra negra y las manos manchadas de barniz.

Abu Suleiman trabaja en un hotel de la capital jordana para poder mantener a los suyos. Aunque rechace a los grupos rebeldes –formados por una variopinta amalgama de civiles, ex miembros del ejército sirio y grupos islamistas ajenos a los objetivos revolucionarios-, no parece defender al régimen. “También aquí hay mujabarat -los servicios de inteligencia- que controla los movimientos de los sirios. No hay libertad en ningún país del mundo árabe” reconoce en susurros.

Esperando el visado

Ammán es el punto de encuentro de refugiados. Palestinos e iraquíes llegaron aquí en las últimas décadas tras dejar atrás familiares, casas, amigos. Ahora aterrizan en territorio hachemí sirios y egipcios para trabajar en hoteles y restaurantes de la capital, dispuestos a cobrar la mitad del salario de un jordano medio con tal de sobrevivir a un exilio indefinido.

Ninguno de los sirios preguntados apoya el ataque de Estados Unidos. En el ático de un hotel, con el trasfondo del imponente anfiteatro romano, una familia de sirios procedentes de Hasaka – una ciudad al noroeste de Siria- fuman narguile esperando una llamada que no llega.

“Tenemos familia en Estocolmo y llevamos dos semanas esperando la visa” reconoce Mariam, mientras mira cómo su hija recoge calcetines que cuelgan junto a una maraña de sábanas y toallas. Ayer mismo los medios se hacían eco de que Suecia otorgará la residencia permanente a todos los refugiados sirios que hayan pedido asilo en su territorio. Mariam no quiere ni oír hablar de una intervención. “¿Que atacarán esta semana? No lo sabía. Apenas veo las noticias. Sólo quiero salir de aquí”. Guarda silencio, como si la impotencia le oprimiera el pecho.

Sirios a pesar de Siria

La necesidad obliga a que ciudadanos de Alepo, Damasco, Lataquia o Homs tengan que convivir para ganarse el sustento. El trabajo es el lugar de encuentro que difumina los abismos que la violencia sobre el terreno y el miedo –el régimen se promociona como el único protector de las minorías- hacen insalvables entre los ciudadanos sirios.

Abu Suleiman colabora estrechamente con otros sirios en el mismo hotel. “Uno es de Homs, otro de Latakia. Basel tiene a un hermano en la cárcel por haber sido descubierto colaborando con el Ejército Sirio Libre y hace meses que no sabe nada de él. Tenemos nuestras diferencias pero nos respetamos porque todos sufrimos por la situación”, se lamenta.

“A veces bromeamos. Ellos me llaman shabiha –milicias del régimen sirio- y yo les llamo salafíes. En realidad no tomamos partido. Todos queremos nuestra patria y deseamos que todo se solucione. Pero más bombas no solucionarán el conflicto”, sentencia. Todos parecen coincidir en que la intervención, lejos de arreglar las cosas, les mantendrá aún más tiempo alejados de sus hogares.

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