Un exiliado sirio contempla las noticias en pleno centro de Ammán. (L.M.) |
La necesidad estrecha las diferencias que no permite la violencia sobre el
terreno
“¿Quién recibirá dinero
por este derramamiento de sangre?” exclama un jordano mientras mira las noticias
sobre la posible intervención. Un asentimiento parece recorrer la mirada de
todos los presentes en una cafetería de Ammán. “Cambia de canal, Al yazeera
kazeb (Al Jazeera miente). No van a atacar porque tienen miedo de
Bashar”, protesta un refugiado sirio.
Después de dos años y medio de violencia, los refugiados sirios en Jordania
como Abu Suleiman desearían que todo volviera a ser como antes. “Yo
vivía muy bien en Damasco. Tenía mi negocio y vivía cómodamente, una vida
tranquila con mi mujer y mis hijos. Una bomba destruyó el trabajo de toda una
vida. Por culpa de los salafíes he tenido que abandonar mi país”, se
lamenta con su gorra negra y las manos manchadas de barniz.
Abu Suleiman trabaja en un hotel de
la capital jordana
para poder mantener a los suyos. Aunque rechace a los grupos rebeldes –formados
por una variopinta amalgama de civiles, ex miembros del ejército sirio y grupos
islamistas ajenos a los objetivos revolucionarios-, no parece defender al
régimen. “También aquí hay mujabarat -los servicios de inteligencia- que controla los movimientos de los sirios. No hay libertad en ningún país del mundo árabe” reconoce en susurros.
Esperando el visado
Ammán es el punto de encuentro de refugiados. Palestinos e iraquíes llegaron
aquí en las últimas décadas tras dejar atrás familiares, casas, amigos. Ahora
aterrizan en territorio hachemí sirios y egipcios para trabajar en hoteles y
restaurantes de la capital, dispuestos a cobrar la mitad del salario de un
jordano medio con tal de sobrevivir a un exilio indefinido.
Ninguno de los sirios preguntados apoya el ataque de
Estados Unidos. En el
ático de un hotel, con el trasfondo del imponente anfiteatro romano, una
familia de sirios procedentes de Hasaka – una ciudad al noroeste de Siria-
fuman narguile esperando una llamada que no llega.
“Tenemos familia en Estocolmo y llevamos dos semanas esperando la visa”
reconoce Mariam, mientras mira cómo su hija recoge calcetines que cuelgan junto
a una maraña de sábanas y toallas. Ayer mismo los medios se hacían eco de que Suecia otorgará la residencia permanente a todos los refugiados sirios que hayan pedido asilo en su territorio. Mariam no
quiere ni oír hablar de una intervención. “¿Que atacarán esta semana? No lo
sabía. Apenas veo las noticias. Sólo quiero salir de aquí”. Guarda silencio,
como si la impotencia le oprimiera el pecho.
Sirios a pesar de Siria
La necesidad obliga a que ciudadanos de Alepo, Damasco, Lataquia o Homs
tengan que convivir para ganarse el sustento. El trabajo es el lugar de
encuentro que difumina los abismos que la violencia sobre el terreno y el miedo
–el régimen se promociona como el único protector de las minorías- hacen
insalvables entre los ciudadanos sirios.
Abu Suleiman colabora estrechamente con otros sirios en el mismo hotel. “Uno
es de Homs, otro de Latakia. Basel tiene a un hermano en la cárcel por haber
sido descubierto colaborando con el Ejército Sirio Libre y hace meses que no
sabe nada de él. Tenemos nuestras diferencias pero nos respetamos porque
todos sufrimos por la situación”, se lamenta.
“A veces bromeamos. Ellos me llaman shabiha –milicias del régimen
sirio- y yo les llamo salafíes. En realidad no tomamos partido. Todos
queremos nuestra patria y deseamos que todo se solucione. Pero más bombas no
solucionarán el conflicto”, sentencia. Todos parecen coincidir en que la
intervención, lejos de arreglar las cosas, les mantendrá aún más tiempo
alejados de sus hogares.
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