01 marzo 2015

El taekwondo de la resistencia

Entre el barro y las chabolas del campo de refugiados de Zaatari, en Jordania, decenas de niños sirios practican taekwondo para canalizar su rabia. El proyecto gestionado por una ONG coreana quiere formar a los líderes del futuro gracias a la disciplina y el respeto. Gracias a este arte marcial, los chicos y las chicas están apaciguando el dolor por la guerra en su país.

Javi Julio / Nervio foto


Texto de Laila Muharram Rey y Daniel Rivas Pacheco
Fotografías de Javi Julio / Nervio foto

El blanco simboliza la inocencia. Abdel Malek, de cinco años, se une al coro de niños que cantan letras revolucionarias mientras son trasladados en pickup de un extremo al otro del campamento de refugiados de Zaatari, en Jordania, a solo 10 kilómetros de la frontera con Siria. La mayoría son de Daraa, una de las ciudades donde la represión contra los manifestantes fue más salvaje. Otros han huido de Deir ez Zor o de Homs.

Visten un kimono blanco que usan cuatro veces a la semana y en donde están grabados las huellas del duro entrenamiento: alguno está descosido, otros, tan arrugados como higos y en la mayoría hay motas de color marrón del barro que lo baña todo. Pero son los cinturones los que más resaltan cuando la furgoneta se detiene frente a un pista de futbol encharcada: por ahí salen niños de blanco con cintas alrededor de las caderas: blanca, amarilla, verde, azul y roja.

“Venga, vete ya Bashar”, “mejor morir que vivir arrodillado”. Los chavales gritan y dan palmas mientras son trasladados por las calles del colosal levantamiento que alberga a unos 80.000 refugiados. Mujeres cargadas con bebés en los brazos o niños que van al colegio los ven pasar: los adultos miran con la cara mustia pero los críos aún sonríen con complicidad. Niños de Daraa empezaron la sublevación social contra el régimen de Bashar al Asad en marzo del 2011. Ellos fueron los que pintaron en el muro de un colegio “el pueblo quiere la caída del régimen”. Ellos prendieron la mecha. Ellos sufrieron la primera represión. Ahora estos niños practican taekwondo en la academia del doctor Lee en Zaatari. Son blancos: inocentes.

Un coreano entre árabes

El amarillo simboliza la semilla. El doctor Lee Chul Soo es el responsable de la escuela, fundada a principios del 2013. Este surcoreano enamorado de Oriente Próximo lleva trabajando en la zona desde hace una década. En 2008 se encontraba en Gaza durante la operación del Ejército Israelí Plomo fundido. Aunque casi todos los extranjeros se marcharon al comienzo del ataque, Lee le dijo por teléfono a su mujer que se quedaría como escudo humano para proteger a los palestinos. Ella decidió que, si iba a perder a su marido, lo haría a su lado. Meses después fueron expulsados de los territorios palestinos y tienen prohibido el acceso a la franja durante 5 años.

Javi Julio / Nervio foto
Javi Julio / Nervio foto
Javi Julio / Nervio foto


Mientras esperaban para regresar, Lee pasó a ser el representante de la asociación Korean food for the hungry international en Jordania y visitó el campo de Zaatari. Al volver a Seúl días después no pudo dormir pensando en los niños que había visto. Por eso, deshizo el camino y apareció otra vez allí: firmó el contrato para comenzar el proyecto de este arte marcial transformado en deporte olímpico en 1988.

“Yo nunca tuve relación con el taekwondo, solo pensé que sería una buena idea inculcar valores a los niños a través de él”, relata Lee mientras les observa bajar de la furgoneta y entrar corriendo en el hangar que sirve de academia. Su proyecto se construye en el límite urbano del campo, al final de la calle comercial que los refugiados bautizaron Campos Elíseos, como si fuese una aspiración. El terreno de los coreanos tiene también un pequeño huerto que los alumnos ayudan a cultivar. Cuando culmine el proyecto, otro hangar alojará una escuela de estudios superiores, una cafetería y unos baños. El agua que caiga de los grifos se utilizará para regar las plantas del invernadero.

En la puerta, un profesor regaña a los chicos: “Quitaros las zapatillas”. Las sandalias grises con ronchas de barro se amontonan sobre el frío suelo de cemento, algunas quedan colgando entre la pared y la viga de metal que sostiene la estructura. La semilla crece con los pies desnudos.

El verde simboliza el renacimiento. Los niños se dividen por colores. A la izquierda, los que están empezando. No llevan kimono, pero algunos ya tienen el cinturón blanco colgando por encima de la ropa. Dos estudiantes con banda roja se colocan en frente y serán sus tutores durante el entrenamiento. A la derecha, los alumnos aventajados, los que han recibido la vestimenta federada del WTF (World Taekwondo Federation) y los cinturones, que representan los grados de conocimiento. Abdel Malek se coloca en primera fila. Tiene un kimono impoluto con la palabra Ktigers escrita a la espalda y aunque viste cinturón blanco, repite de memoria todos los movimientos de los más avanzados. Es uno de los predilectos de los profesores. Y sobre todo de Mohamed, su padre, que trabaja como entrenador.

El maestro Sejong Lee empieza el calentamiento. El profesor surcoreano llegó al campo hace 4 meses. Por esas fechas, planeaba mudarse a Singapur donde le habían ofrecido un puesto de trabajo muy bien remunerado para enseñar este deporte. Con el billete comprado y las maletas preparadas, un día antes de partir conoció en Seúl al doctor Lee y su vida dió un giro de 180 grados. “Me dijo que sería un trabajo voluntario, sin salario, pero que unos niños me necesitaban. Acepté de inmediato”, cuenta Sejong. “No me arrepiento. Aquí tengo una familia”, reconoce sonriendo.

La filosofía: formar futuros líderes


El azul simboliza el cielo. Los alumnos con cinturón rojo realizan saltos imposibles en una demostración de habilidades a los nuevos, que se han sentado en círculo en torno a ellos y miran expectantes. El maestro Sejong y los tutores sirios les ayudan a ponerse los petos para protegerse el pecho y los cascos. Les explican las normas, a veces con algo de rudeza. Mohamed, padre de Abdel Malek, se defiende: “Ellos saben que lo hago con amor, no quiero que ninguno fracase”, y muestra sonriente sus dientes blancos.

“Aunque los veas dar patadas y lanzar puños al aire, les enseñamos este arte marcial para fortalecerlos mental y físicamente, no para pelear. Es un deporte de defensa”, señala el doctor Lee mientras los tutores sirios atan los protectores de pecho a la espalda y colocan los cascos en la cabeza a los niños. “Mi idea es formar a futuros líderes, transformar la violencia que ha ejercido el conflicto en sus infancias, canalizar la rabia en algo positivo. Y ya hay resultados: los niños que llevan dos años son más disciplinados y han recuperado la autoestima”, afirma Lee con una sonrisa.

La influencia de la filosofía del taekwondo es notable en las actividades de los pequeños. “No comeré si no he querido trabajar”, “trabajo cuatro horas y solo como una ración” son lemas que deben memorizar y que inciden especialmente en el rendimiento y la eficacia, algo muy característico de Corea del Sur. Allí la educación es considerada crucial para el éxito y en ella el país invierte casi el 5% de su Producto interior bruto. “Aunque allí la competencia entre los alumnos es muy grande y la presión es durísima”, afirma David Jaehun Choi, el surcoreano que coordina el Korea refugee project, otra asociación involucrada en la escuela de taekwondo. Jaehun ha conseguido que empresas surcoreanas que trabajan en Jordania donen los aparatos tecnológicos, como impresoras, y logísticos, como sillas y mesas, que los voluntarios utilizan diariamente en el campo base, a la entrada de Zaatari.

La cortesía y el autocontrol también están muy presentes durante los ejercicios. A los maestros hay que saludarlos con la reverencia correspondiente, inclinando mucho el cuerpo hacia abajo en señal de respeto. Y las patadas, también llamadas chagui, así como otras técnicas de golpes, bloqueos, posiciones o defensa personal, están enfocadas al autocontrol. Nada de lo aprendido debe ser utilizado para golpear a un compañero. Esta y otras normas están recogidas en Reglamentos y leyes para el espíritu deportivo durante el entrenamiento, un conjunto de 18 puntos que repiten todos los días antes de entrenar.

Su futuro está en Zaatari

El rojo simboliza la pasión y es el color del cinturón que llevan los estudiantes que han alcanzado el dominio de técnicas antes de llegar al negro. Ambos colores forman parte del característico símbolo de las cinco anillas de los Juegos Olímpicos. Un sueño que parece ambicioso y lejano para unos niños que viven en un campamento de refugiados, pero varios responsables del proyecto han empezado a formalizar las actividades deportivas y equipar a los estudiantes con material federado -y con maestros reconocidos- para eliminar cualquier obstáculo que impidiera convertirlo en realidad.


“Aún es pronto para hablar de Juegos Olímpicos. De momento vamos a empezar a competir con jordanos que practican taekwondo en Amán”, comenta Jaehun, el coordinador de Korea refugee project. Los niños que empiezan a abrirse camino hacia la madurez son conscientes de la expectación que genera el deporte no solo en el campo de refugiados, sino también a los visitantes que se quedan impresionados cuando los ven ejercitarse como auténticos profesionales.

“Cuando vuelva a Siria, quiero ser profesor de taekwondo”, comenta uno de los alumnos más aventajados, uno de los que día tras día va a entrenar. Pero hay otros niños menos afortunados que tienen que ayudar a la familia transportando las carretillas hacia el mercado y faltan a las clases entre semana. Y hay otros chavales que no vuelven porque sus familias han decidido regresar a Siria. “A veces tengo que ir personalmente a hablar con ellos para que cambien de opinión. Les pido que no regresen porque aquí están seguros y los niños van a la escuela”, comenta Lee. Algunos de los profesores, como Mohamed, permanecerán en Zaatari gracias a los proyectos del campo que garantizan sanidad y educación a todos sus habitantes.

El pequeño Abdel Malek se quita y dobla cuidadosamente su kimono, atando su cinturón en torno a él para llevarlo colgando a casa, tal y como le ha enseñado su maestro. “Hasta mañana Sejong”, le dice mientras se sube en la camioneta. Su padre Mohamed le da unas galletas de chocolate. Mira a su hijo con devoción. De repente, una de las galletas se cae encima de la plataforma de carga donde está subido, sucia de las pisadas de otros niños del campo que son transportados como él hasta el recinto. En vez de darle una patada hacia fuera, la coge delicadamente, se la lleva a la frente, luego la besa y se la come. Es la resistencia, incluso en un campamento de refugiados, a perder su condición humana.

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Publicado en Zazpika, el dominical de Gara, el domingo 01 de Marzo del 2015

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